Después de unos minutos de calentarla en la llama abierta de un mechero,
la mezcla comienza a burbujear y los últimos rastros de polvo blanco se
disuelven por completo en el agua salina. Como un gato, John J. se
relame los labios y jala el émbolo de la jeringuilla. La aguja succiona
hambrientamente el revoltijo, muy parecido al café con leche.
La apariencia es lo último que importa a lo que queda de este hombre,
a quien tampoco preocupa una hipotética escasez de heroína porque eso
es algo que nunca, jamás, en absoluto, pasa, pese a la guerra, los
policías y lo que dicen y hacen los gobiernos de Estados Unidos y
México. Es decir, siempre hay droga que inyectarse y quien se la venda a
él, que no es otra cosa más que el último eslabón en una cadena
productiva que se inicia 3.500 kilómetros al sur, en la sierra
guerrerense mexicana.
Gracias a la perspicacia empresarial con la que el cartel de Sinaloa y
los Guerreros Unidos han logrado establecer una envidiable logística de
producción-transporte-venta, Chicago y parte de Estados Unidos nadan hoy en heroína.
La crisis es evidente tanto en los suburbios ricos como en las calles
más bravas de la ciudad, en donde las jeringuillas usadas se acumulan a
plena vista en los botes de basura municipal, sus agujas apuntando
ominosamente al aire. En el lado oeste, la parte más peligrosa de la
zona metropolitana, pareciera que hay un punto de venta en cada esquina.
En el este, su parte más afluente, hay miles de consumidores.
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